El año pasado pareció una montaña rusa, en la que las esperanzas subían y bajaban a la par de las estadísticas de la pandemia y de los cambiantes vientos políticos. Este año se perfila bastante parecido, solo que en noviembre Estados Unidos tendrá elecciones intermedias (en las que habrá mucho en juego). Hacer predicciones con tanta incertidumbre es temerario, pero aun así arriesgaré algunas conjeturas.
Para empezar, se logrará por fin domesticar, aunque no erradicar, al COVID-19. El avance mundial de la vacunación permitirá a la mayoría de la gente superar los temores que nos han paralizado estos últimos dos años. Pero si bien el proceso liberará un fogonazo de energía “contenida”, reiniciar la economía mundial no será tan sencillo como lo fue cerrar buena parte de ella.
El sistema de precios puede ser una guía confiable para tomar decisiones marginales (la economía necesita un poquito más de esto, un poquito menos de aquello), pero no es tan bueno cuando se trata de grandes transformaciones estructurales, como el paso de la agricultura a las manufacturas, de las manufacturas a los servicios y de la paz a la guerra (o viceversa). Ya se ven muchas disrupciones, y bien puede ocurrir que nos aguarden otras. Tenemos que estar preparados para grandes cambios en las pautas de producción y consumo: más Zoom y comercio electrónico, menos compra presencial en tiendas físicas. Es posible que la demanda de inmuebles comerciales se reduzca y que aumente la demanda inmobiliaria en otros sectores.
El mercado laboral ha sufrido una alteración como no se había visto nunca, y algunos cambios pueden resultar permanentes. Muchos trabajadores hoy se preguntan si sus empleos valen la pena. ¿Por qué trabajar bajo presión en malas condiciones por una paga tan pequeña? La escasez de mano de obra en Estados Unidos persiste incluso después de la terminación de las mejoras en las prestaciones por desempleo. Los trabajadores han comenzado a exigir más, y puede que esto por fin incline el equilibrio de poder en su dirección, después de cuatro décadas en las que el capital se llevó una tajada cada vez más grande del pastel económico.
Las nuevas escaseces se reflejarán en los precios, y en estos ajustes habrá algunas asimetrías desafortunadas. Cuando hay escasez, los precios tienden a subir mucho más de lo que bajan cuando hay exceso de oferta; por eso es probable que haya inflación, y se le echará la culpa a quienquiera que esté en el poder. El problema es que aunque sabemos cómo controlar la inflación cuando es el resultado de un exceso de demanda, lo que experimentamos en la actualidad es diferente. En el contexto actual, el resultado más probable de una subida de tipos de interés será aumentar el desempleo antes que frenar la inflación, de modo que los trabajadores tendrán otra cosa más de qué preocuparse.
Igual de preocupante es la posibilidad de que, al ir menguando el efecto de las medidas fiscales que se implementaron en todo el mundo al principio de la pandemia para mitigar sus consecuencias económicas, se debilite el crecimiento. Mucho dependerá de lo que ocurra con los planes de recuperación que se han propuesto en muchos países. Por ejemplo, en el mediano plazo (y tal vez incluso en el corto plazo), es probable que las medidas de gestión de la oferta presentes en el plan de reconstrucción del presidente estadounidense Joe Biden ayuden a sostener el crecimiento. La mejora y extensión de los servicios de cuidado infantil permitirá a más mujeres ingresar a la fuerza laboral; intensificar las medidas de control de la pandemia reducirá el temor a trabajar y a la reapertura de las escuelas; e invertir en mejorar infraestructuras reducirá los costos de transportar bienes y personas.
En cualquier caso, un esfuerzo concertado internacional para aumentar la disponibilidad de vacunas y garantizar su acceso igualitario a los pobres puede hacer mucho más por aliviar las presiones inflacionarias que una subida de tipos de interés. Hay que celebrar el hecho de que, transcurrido más de un decenio desde el inicio de la gran recesión en 2008, la demanda agregada global por fin se recuperó. Esperemos que esta vez la expansión económica se use para encarar las necesidades reales de la sociedad, entre ellas una readaptación de la economía para la era del cambio climático, la reparación de viejas deficiencias en materia de infraestructura y la inversión en capital humano y tecnología.
Dos riesgos
Por desgracia, dos negros nubarrones se ciernen sobre el horizonte. El primero es de naturaleza política: el Partido Republicano estadounidense le vendió el alma a Donald Trump, abandonando al hacerlo la razón y cualquier compromiso anterior con la democracia. Los republicanos ya han mostrado que hay pocos límites a lo que están dispuestos a hacer para obtener el poder y luego aferrarse a él. En otros tiempos el partido practicaba la supresión de votos en forma clandestina, hoy lo hace a la luz del día y con orgullo.
Ya sin respeto a la verdad, a los presupuestos, a la rendición de cuentas democrática y al pluralismo, el Partido Republicano constituye un peligro claro e inmediato para Estados Unidos y el resto del mundo. Por prudencia, los inversores deberían tener en cuenta la incertidumbre económica mundial que genera esta dinámica política. Pero, como vimos en 2008, es común que los mercados no reconozcan grandes riesgos inminentes hasta que ya es demasiado tarde. No hay modo de saber si lo harán en 2022. Bien puede ocurrir que los inversores presten más atención a minucias como la posibilidad de un aumento de un par de puntos porcentuales en el tipo del impuesto de sociedades.
El segundo nubarrón es geopolítico: entre China y Estados Unidos se está dando una escalada de rivalidad que deja a los demás países cada vez más atrapados en el fuego cruzado. Es verdad que hoy el conflicto se ve muy diferente a hace apenas un año, en la era Trump, cuando se daba por sentado que todo aquello que beneficiara a China era a costa de Estados Unidos, y poco importaban los derechos humanos y la democracia. Aun así, las instancias de decisión en Estados Unidos siguen obsesionadas con temas de competencia económica y seguridad nacional en relación con China. Es digno de destacar el hecho de que la administración Biden todavía no eliminó los aranceles de la era Trump.
Se suele dar por sentado que entre Estados Unidos y China hay demasiados lazos económicos como para librar una Guerra Fría real al estilo de la del siglo XX. Pero incluso en caso de ser así, todavía es posible un desacople importante. Y también se da por sentado que una ruptura sinoestadounidense sería extraordinariamente costosa, al reducir el margen para las economías de especialización y las ventajas comparativas. Pero una revaluación general de la globalización en décadas recientes muestra que los beneficios en materia del PIB derivados de esas ventajas tal vez sean más pequeños, y mayores los costos distributivos (y los costos en pérdida de resiliencia) de lo que se pensaba.
A algunos comentaristas también les preocupa la pérdida de conocimiento práctico provocada por la deslocalización excesiva de procesos productivos hacia países como China. Pero es probable que el cálculo político en Estados Unidos no se base en un cómputo preciso de costos y beneficios económicos. Además, las consecuencias económicas dinámicas son complejas. Por ejemplo, las políticas industriales que Estados Unidos está adoptando en respuesta a lo que ve como una nueva amenaza competitiva pueden terminar alentando el crecimiento en el corto y largo plazo.
Las políticas que elijamos ahora tendrán consecuencias por muchas décadas. Tal vez hayamos puesto fin a la montaña rusa de la pandemia, pero en 2022 tenemos que actuar con la misma prudencia y la misma rapidez en la implementación de estrategias que nos conduzcan a un futuro mejor pospandemia.
*Joseph E. Stiglitz es profesor distinguido en la Universidad de Columbia e integrante de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Copyright: Project Syndicate, 2021.