Se acerca el fin del año 2021, con el fin de clases y tal vez el fin de su mundo. Bajo el límpido y frío azul de Quiché, dentro de las desvencijadas aulas, decenas de jóvenes estudiantes indígenas, sentados en sus respectivos pupitres, con la vista hacia abajo, ven fijamente sus libros de texto y cuadernos, pero en realidad sus ojos están viendo para arriba, hacia el norte, en busca de un mejor, aunque incierto futuro. Desterrado de su memoria histórica, desaparece, el espejismo de un Quiché rebelde, que sus padres, o los de “afuera”, creyeron ver, a la refractaria luz de la antropología social. La “Fata Morgana” de los amarillos mares de maíz.

Sus padres comparten su desazón; no hay dinero para continuar sus estudios en la universidad, dicen, (aunque el costo de migrar oscila alrededor de Q100 mil por persona), y no existe una oferta laboral atractiva en el departamento. De más de 5 mil jóvenes que se graduaron el año pasado del ciclo diversificado en Quiché, la mayoría tratará de migrar en forma irregular. Quiché se desangra, el exilio laboral es inspiracional y al parecer, per saecula Saeculorum, como podría inferirse de las declaraciones de Rosolino Bianchetti, obispo de Quiché.

Mientras tanto, fuera de las aulas, miles de migrantes, caminando por las maltrechas carreteras del país, marchan en caravana, hacia México, tratando de cruzar la primera frontera sur, la tierra prometida por los demócratas. Mil orígenes, un camino, la migración irregular. El joven graduado, Ludwig Chávez, quien ya tiene el nombre de migrante, afirma con tristeza, pero con certeza “aquí en Guatemala no voy a hacer por mi futuro”, mientras verifica el número telefónico del “coyote” en su celular. Piensa en los Cuchumatanes, en la selva, en el desierto, en la migra, en los narcos, en Tamaulipas, no sabe nadar, pero sabe, que se irá.

El “coyote” como el último redentor, el infame pasaporte a la trágica muerte, o al destierro permanente, cuya cruda realidad la describió Miguel Ángel Asturias en su portentoso poema Letanías del desterrado, advirtiéndole al migrante que siempre estará de paso, y que en el ardiente desierto, no tendrá sombra, sino una mochila por equipaje, y que si logra llegar, muy pronto aprenderá que el tiempo que le dará el reloj de su nuevo celular, será un tiempo falso, porque en realidad no le medirá el día en horas y minutos, sino en años, años de ausencia. Tal vez mañana, tal vez nunca. Es difícil irse, pero más difícil es regresar.

Lejos quedará un Quiché que en alguna época fue tomado como ejemplo y modelo de los procesos sociales,
económicos y políticos del altiplano occidental, los cuales presagiaban un campesinado indígena mucho mejor organizado y mucho más consciente. El Quiché rebelde de Ricardo Falla. En el Quiché de hoy, hace mucho tiempo que los últimos Zahorines ( los aj k’ij) y los últimos “brujos” (los aj itz) también migraron. La diáspora de los Chiquimulas, se llevó con ellos, las tradiciones y las costumbres de los abuelos. La nueva identidad como antifaz.

Pocos se acuerdan de la Fe que predicaba Acción Católica, en cuyo nombre muchos sacerdotes abogaron por la conversión de los “brujos” (los aj itz de antes). También ellos y toda su Iglesia los abandonaron condenándolos al total desamparo y confusión sincrética. ¿Para qué esperar a morir para ir al cielo, si el cielo está tan solo a 3 mil 319 kilómetros? los evangélicos pentecostales, les enseñaron que Dólar City no es una imaginaria ciudad fronteriza, es un Universo de posibilidades y ellos entendieron que es más fácil encontrar un bitcoin en un maizal de Nebaj que un coyote pase por el ojo de una aguja capotera.

La sucesiva instrumentalización de la fe por falsos pastores emergentes, que derraman bendiciones por doquier, ha convertido la identidad indígena en Quiché, en una grotesca “máscara” que reprime como diría Ricardo Falla, la pregonada liberación del indígena; máscara que a su vez, oculta otra máscara, el desconocido rostro de un alucinante Quiché en permanente fiesta comunitaria, financiada por el narcotráfico y sus “coyotes”.

En la aldea Parraxtut, Sacapulas, Quiché, se decomisaron en la casa de Diego Tiu Imul, conocido “coyote”, Q2.5 millones en efectivo. Los “coyotes”, los nuevos zahorines, los heraldos del futuro y nuevos bastiones del poder y la fuerza del espejismo americano, contrapuesto al poder del recuerdo, las costumbres y las comunidades. Los de antes se fueron, los de ahora también.
La decisión de cientos de graduandos de Quiché de alejarse del camino de la Universidad, para optar por el riesgoso camino de la migración irregular nos confirma que la cacareada escolarización dejó de ser un mecanismo de ascenso social, para convertirse en una cruel realidad nacional y que los programas de formación y capacitación de miles de jóvenes para el empleo, financiados algunos de ellos, por AID, aunque bien intencionadas, son pocos efectivos frente a la posibilidad de un mundo nuevo.

En realidad, la falta de una mayor cobertura educativa en Guatemala enfrenta a cientos de niños en el área rural a la dolorosa disyuntiva de trabajar en el campo o migrar a Estados Unidos. Distintas evaluaciones colocan a Guatemala como uno de los países más rezagados en el tema educativo, sobre todo en lectura y matemáticas, confirmando que esta brecha educativa se hace más grande aún, en estudiantes con desventajas económicas y/o pertenecientes a pueblos indígenas, brecha que también se manifiesta entre las escuelas públicas y privadas.

Por supuesto la pandemia, y la manipulación del semáforo del COVID, le vino a dar el golpe de gracia a la calidad de la educación en el país. Harim Quezada, director del Instituto por Cooperativa Florencio Carrascosa, de Joyabaj, indica que desde que comenzó la pandemia, los niños de sexto primaria empezaron también a migrar a Estados Unidos ¿Culpables?
El primero, Joviel Acevedo, inverosímil impostor, dirigente magisterial de uno de los más desprestigiados sindicatos de Guatemala, donde pululan, se desparasitan y se fagocitan ignorantes maestros convertidos en activistas de ocasión, a disposición del presidente de turno.

Sempiterno secretario general del Sindicato de Trabajo de la Educación en Guatemala (STEG), líder de un magisterio semianalfabeta, desprestigiado y mercenario, el profesor Acevedo se ha convertido en atroz genocida e inescrupuloso verdugo del obsoleto e ineficaz sistema educativo nacional. Su actuación ha condenado a la ignorancia, el crimen y la migración a varias generaciones de estudiantes guatemaltecos. Personaje plano y sin aristas, Acevedo, un verdadero canalla, pequeño y regordete protagonista principal de la historia nacional de la infamia educativa.

No es el único culpable, lo acompaña un séquito de fachudos sicofantes, analfabetas funcionales, que viven de no dar clases; contribuyen a su causa, una seguidilla de ministros de Educación cómplices y cobardes y culpables son, junto a él, los últimos cuatro presidentes de turno.

En tiempos de la pandemia, el antojadizo uso del semáforo del COVID, para suprimir las clases presenciales, en parte porque muchos maestros encontraron un segundo trabajo, han contribuido significativamente al deterioro educativo de los nuevos “pandemials”; y qué decir de muchos de los mezquinos y avorazados propietarios de colegios privados que esquilman, con dedicación y esmero, a los angustiados padres de familia, sin control ni supervisión alguna.
QUICHÉ, desde el fondo de vos, un niño triste como yo, nos mira, es el último zahorín.