En cualquier caso, antes de “llorar sobre la leche derramada” o “lanzar las campanas al vuelo” por los resultados obtenidos, lo importante es reconocer que las reformas estructurales que el país necesita para despegar económicamente siguen estando pendientes.
Hace 3 años, antes que el actual gobierno tomara posesión, el principal tema de discusión en materia económica era la necesidad de acelerar la tasa de crecimiento económico en Guatemala. La llegada de la pandemia cambió de repente las prioridades en esta materia. Antes de pensar en acelerar el crecimiento económico, el reto principal era evitar una devastadora contracción económica. Dos años más tarde, sin lugar a duda se puede afirmar que la catástrofe se evitó. No se puede decir lo mismo acerca del potencial de crecimiento a largo plazo. En el trienio 2020-2022, la tasa de crecimiento económico promedio anual rondará el 3.3%, un valor muy parecido a la tasa de crecimiento promedio de la economía durante las últimas décadas. Es decir, como si la pandemia no hubiera ocurrido. Desde una perspectiva optimista, muy buenas noticias dadas los grandes desafíos que el país superó durante este período. Desde una perspectiva pesimista, malas noticias ya que el país poco dejó pasar otros tres años sin subirse a una trayectoria de rápido crecimiento económico.
En cualquier caso, antes de “llorar sobre la leche derramada” o “lanzar las campanas al vuelo” por los resultados obtenidos, lo importante es reconocer que las reformas estructurales que el país necesita para despegar económicamente siguen estando pendientes.
Con toda la importancia que tiene, la tasa de crecimiento económico no es todo ni tampoco la variable económica más importante de todas. El crecimiento económico es importante en función del impacto que tiene sobre la capacidad de generación de empleo de la economía y la gradual mejora de los ingresos de los trabajadores. En este sentido, aunque el país ha recuperado ya los niveles de empleo formal anteriores a la pandemia, el desafío en esta materia es ahora mayor que nunca. El empleo formal, medido por medio de la cantidad de trabajadores del sector privado afiliados al seguro social, ha aumentado en más de 100 mil personas en relación a su nivel pre-pandemia. No obstante, la cantidad de guatemaltecos que entran adicionalmente al mercado laboral cada año ha permanecido constante durante este período. Esto quiere decir que la cantidad de trabajadores que laboran en la economía informal y/o que migran ha seguido en aumento durante estos años. Situación que pone de nuevo sobre la mesa la importancia que tiene la creación de empleo productivo formal para el país. Si hace cuatro años este fue el principal tema de las promesas políticos de los partidos en contienda, con más razón lo debe ser ahora después de todo lo sucedido.
Aunque Guatemala sigue siendo reconocido por su marcada estabilidad macroeconómica, existen importantes riesgos en esta materia que deben ser controlados cuanto antes. El primero de ellos es el alarmante crecimiento en el gasto público durante los últimos años. Si bien parte de este aumento en el gasto público ha logrado ser cubierto con recursos propios, gracias al aumento de la carga tributaria por encima de lo que se esperaba, la parte restante sigue siendo financiada mediante deuda pública. Una situación que, aunque todavía manejable y relativamente optimista dentro del contexto regional, necesita ser evaluada de cara a las necesidades de financiamiento del desarrollo de mediano y largo plazo en el país. Buena parte de este incremento en el gasto público, y endeudamiento, ha ido a parar a gastos de funcionamiento, especialmente hacia amplios programas de transferencias directas a las familias y subsidios a diversos tipos de combustibles. Dos tipos de intervenciones gubernamentales que no pueden convertirse en cargas permanentes para el erario público y que deben ser evaluadas para determinar su verdadera rentabilidad social. Este tipo de gastos, cuando resultan justificables desde una perspectiva de rentabilidad social, y no siempre lo son, deben ser de carácter transitorio, focalizados hacia quienes más los necesitan y con el objeto de potenciar las capacidades de los beneficiarios.
El otro riesgo importante para la estabilidad es la aceleración de la tasa de inflación. La tasa anual de inflación, que rondara el 10 por ciento en 2022, supera por mucho las metas del Banco Central y el promedio histórico de años recientes. Es justo decir que esta tasa de inflación se explica más por factores externos, fuera del control del país, que por factores internos. Los efectos de la invasión rusa a Ucrania sobre el suministro global de granos y petróleo, sumados a crecientes grados de incertidumbre en los mercados internacionales derivado de múltiples factores de tipo geopolítico, provocaron una importante alza en los precios de diversas materias primas que golpearon a la mayoría de países del mundo, incluida Guatemala. Afortunadamente, estas presiones del lado de la oferta han ido desapareciendo gradualmente. A esto se añade el aumento de las tasas de interés de las principales economías del mundo con el objetivo de reducir sus niveles de consumo e inversión. Este aumento ha provocado ya una importante desaceleración en las tasas de inflación en esos países y en la escalada de precios internacional, comportamiento que en el caso de Guatemala se empieza ya a manifestar.
Despareciendo este factor de perturbación externo, la tasa de inflación doméstica se reduciría gradualmente durante el 2023 hasta alcanzar sus niveles usuales a finales de ese año. Las medidas adoptadas por los países desarrollados acabarán con el fantasma inflacionario a costa de dar vida al fantasma de la recesión. Es muy probablemente una contracción económica mundial de moderada a severa en 2023, que se vería materializada en una alicaída demanda por las exportaciones del país. En la medida que esta recesión afecte al mercado laboral de EE.UU, las remesas sufrirían un impacto negativo. Sin embargo, lo más probable es que sigan creciendo durante 2023, aunque a ritmo menor.
De no haber ningún sobresalto en el ámbito político, a nivel doméstico, o en las condiciones internacionales, se esperaría que el año 2023 transcurriera sin mayor novedad. Si esto sucede, es muy probable que la inflación siga en su proceso de convergencia hacia sus niveles habituales, la tasa de crecimiento se situaría cercana a su promedio histórico; la creación de empleo productivo crecería relativamente poco; el déficit fiscal y la deuda pública seguirían creciendo pero dentro de márgenes, todavía, controlables; las exportaciones, probablemente, pasarían un momento complicado a causa de la debilitada situación económica de los socios comerciales; y las remesas seguirían creciendo, aunque probablemente a un ritmo menor. Situación que, en principio, resulta alentadora dados los riesgos existentes, pero que de cara a las necesidades de largo plazo, resulta a todas luces insuficiente.
Dicho esto, los riesgos que afrontará la economía el próximo año dependen más de la forma en que discurra la campaña electoral y el ambiente que prevalezca alrededor del cambio de autoridades, que con aspectos productivos, de infraestructura, inversión, consumo o ingresos. Dicho de otra forma, son más peligrosos los efectos que puede tener un convulso e impredecible proceso electoral sobre el ánimo y expectativas de inversionistas, ahorradores, familias y empresas, que algún deterioro moderado en algún factor económico fundamental. Los “espíritus animales”, optimismo y pesimismo irracional desbordados, están al acecho de lo que suceda en materia política durante el 2023; cualquier alteración sobre el curso “normal” de estos procesos puede provocar un colapso en la confianza que se tiene sobre el sistema o en las expectativas futuras de la economía. Factores subjetivos que, como se ha visto tantas veces en otros lugares, son capaces de provocar profundas y rápidas crisis de las cuales es, luego, muy difícil de salir.