El mundo produce más de mil millones de chips al año. Un coche moderno tiene entre 1 mil 500 y 3 mil chips. El iPhone 12 tiene, al parecer, alrededor de 1 mil 400 semiconductores.

Cuando Shih Chin-tay, de 23 años, embarcó a un avión con destino a Estados Unidos en el verano de 1969, voló a un mundo diferente.

Ahora iba de camino a la Universidad de Princeton. Estados Unidos acababa de mandar a un hombre a la Luna y de lanzar el Boeing 747. Su economía era mayor que las de la Unión Soviética, Japón, Alemania y Francia juntas.

“Cuando aterricé, me quedé en shock”, asegura Shih, que ahora tiene 77 años. “Me dije a mí mismo: ‘Taiwán es tan pobre que debo hacer algo para intentar ayudar a mejorar su situación’“.

Y lo hizo. Shih y un grupo de ingenieros jóvenes y ambiciosos transformaron una isla que exportaba azúcar y camisetas en una potencia de la electrónica.

El Taipei de hoy es rico y moderno. Trenes de alta velocidad llevan a los pasajeros a lo largo de la costa oeste de la isla a 350 km/h. Taipei 101, brevemente el edificio más alto del mundo, se eleva sobre la ciudad, un emblema de su prosperidad.

Gran parte de eso se debe a un diminuto dispositivo del tamaño de una uña. El semiconductor de silicio -delgado como una oblea y más conocido ahora como chip- se encuentra en el corazón de cada tecnología que utilizamos, desde los iPhone hasta los aviones.

Taiwán ahora fabrica más de la mitad de los chips que alimentan nuestras vidas. Su mayor fabricante, Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), es la novena empresa más valiosa del mundo.

Eso hace que Taiwán sea casi irreemplazable, pero también vulnerable. China, temiendo quedarse sin los chips más avanzados, está gastando miles de millones para robar la corona a Taiwán. O incluso podría tomar la isla, como ha amenazado con hacer en repetidas ocasiones.

Pero el camino de Taiwán hacia el estrellato de los chips no será fácil de replicar: la isla tiene una receta secreta, perfeccionada a través de décadas de laborioso trabajo por parte de sus ingenieros. Además, la manufactura depende de una red de vínculos económicos que la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China ahora está tratando de deshacer.

En busca de una industria nacional

Cuando Shih llegó a Princeton, “Estados Unidos apenas estaba comenzando la revolución de los semiconductores”, afirma.

Solo había pasado una década desde que Robert Noyce creara el “circuito integrado monolítico”, empaquetando componentes electrónicos en una sola placa de silicio, una de las primeras versiones del microchip que inició la revolución de las computadoras personales.

Durante los dos años siguientes a su graduación, Shih estuvo diseñando chips de memoria en Burroughs Corporation, segunda después de IBM en fabricación de computadoras.

Por aquel entonces, Taiwán estaba buscando una nueva industria nacional tras la crisis petrolera que había golpeado sus exportaciones. El silicio parecía una posibilidad, y Shih pensó que podía ayudar: “Pensé que era hora de volver a casa”.

A finales de la década de 1970 se unió a los mejores y más brillantes ingenieros eléctricos de Taiwán en un nuevo laboratorio de investigación: el Instituto de Investigación de Tecnología Industrial, que desempeñaría un enorme papel en la remodelación de la economía de la isla.

El trabajo comenzó en Hsinchu, una pequeña ciudad al sur de Taipei, hoy centro mundial de electrónica, dominado por las enormes plantas de fabricación de TSMC.

Estas fábricas de chips, cada una del tamaño de varios campos de fútbol, se encuentran entre los lugares más limpios del planeta. Los detalles más finos de fabricación son un secreto bien guardado, y no se permite que entren cámaras.

La fábrica más nueva, la “Fab 18”, de casi US$20.000 millones construida en el sur de Taiwán, pronto comenzará a producir chips de tres nanómetros destinados a los iPhones de próxima generación.

Todo esto va mucho más allá de lo que Shih y sus colegas imaginaron cuando abrieron una fábrica experimental en los años 1970. Tenían esperanzas porque tenían autorización para manufacturar tecnología de un importante fabricante de productos electrónicos de Estados Unidos pero, para sorpresa de todos, la factoría superó a su matriz.

Es difícil explicar el porqué y, hasta el día de hoy, la fórmula precisa del éxito de Taiwán sigue siendo escurridiza.

El recuerdo del Shih es más prosaico: “La producción fue mejor que la de la planta RCA original, con costos más bajos. Esto le dio al gobierno la confianza de que quizás podríamos hacer algo de verdad”.

El gobierno taiwanés aportó el capital inicial, primero para United Micro-electronics Corporation y luego, en 1987, para lo que se convertiría en la mayor fábrica de chips del mundo: TSMC.