En los sótanos de la Biblioteca Nacional de Francia, guardados en cajas especiales con varias capas de plomo, se encuentran unos de los documentos más importantes de la Historia de la Ciencia.
Para poder consultarlos, los investigadores solo pueden hacerlo usando unos trajes de protección casi de cosmonautas y deben firmar un consentimiento en el que se exima a la institución de cualquier responsabilidad.
Son probablemente los documentos mejor custodiados en una biblioteca que alberga algunos de los libros más raros y antiguos del mundo.
Pero el recelo con el que se guardan estos cuadernos va más allá de su valor para la ciencia y el conocimiento.
Y es que son altamente radioactivos.
Se trata de las libretas de notas de Marie Curie, la única mujer que ha ganado dos veces el Premio Nobel y quien, junto a su esposo Pierre, descubriera no solo nuevos elementos químicos, sino también los principios de la física atómica y la radioactividad.
Como todos los objetos que estuvieron cerca de la pareja, los cuadernos pueden ser altamente nocivos para el ser humano.
Y los científicos creen que estarán así, al igual que los cuadernos, por al menos1.500 años, el tiempo medio en que tardarán en desintegrarse los átomos de radio, el nuevo metal al que Curie entregó su vida y con el que cambió a la vez la historia de la física y la química.
Una casa radioactiva
En el sur de París, en la comuna de Arcueil, hay un edificio de tres pisos al que está prohibido el paso.
Un alto muro lleno de grafitis y coronado de alambre de púas custodia la entrada. Las cámaras de vigilancia velan por intrusos, mientras el gobierno chequea cada cierto tiempo con aparatos extraños sus alrededores.
Le llaman el “Chernóbil del Sena”, por los niveles de radiación que fueron detectados allí… muchos años después de la muerte de Curie.
Y es que, en homenaje a la científica, el laboratorio se siguió utilizando por décadas como sede del Instituto de Física Nuclear de la Facultad de Ciencias de París, sin saber que la radioactividad que guardaban sus paredes, alfombras, pisos, techos y empapelados era demasiado alta como para que en ella trabajaran humanos.
Y es que a final de su vida, Marie Curie trabajó desde allí, sin protección, con algunos de los metales radioactivos más nocivos, desde el torio y el uranio hasta el polonio.
Según escribió en su autobiografía, uno de sus placeres en la noche era ver los destellos azul-verdosos que escapaban de los metales “como tenues luces de hadas”.
Y al manejar los metales radioactivos, iba, escribía y dibujaba en sus cuadernos, que se fueron impregnado de los átomos de todo lo que Curie, nacida como Maria Salomea Skłodowska, tocaba.
Pasarían varios años de su muerte para que la mayoría de las naciones, comenzando por EE.UU. (en 1938) prohibieran para uso comercial estos metales.
Fue un golpe para varias industrias, porque a raíz de los descubrimientos de Curie y sus premios, los materiales radioactivos se habían vuelto tan populares que se utilizaban para hacer desde cremas faciales hasta maquinillas de afeitar e incluso ropa interior, con los más diversos fines, desde tratar la caída del cabello hasta la impotencia masculina.
El largo camino
Sin embargo, no fue hasta la década de 1980 que el laboratorio finalmente se vació, luego de que numerosos vecinos, según reportes de la época, denunciaran crecientes casos de cáncer en la comunidad.
En una de las inspecciones, fueron hallados rastros no solo de radio, sino de un isótopo de uranio con una vida media de 4.500 millones de años.
Fue entonces cuando se decidió trasladar las pertenencias de Curie, incluidos sus cuadernos, considerados Patrimonio Nacional de Francia, a un lugar seguro en la Biblioteca Nacional.
En la década de 1990, el laboratorio recibió una profunda limpieza, pero todavía las autoridades francesas prohíben la entrada a la misma y continúan monitoreando periódicamente los niveles de radiación en sus alrededores, incluido el río.
Se estima que Francia ha gastado ya más de US$10 millones en la limpieza del sitio y se cree que la cifra se pueda multiplicar en los próximos años, cuando la casa-laboratorio sea finalmente desmantelada.
Los cuadernos, mientras tanto, se seguirán custodiando por más de un milenio y medio bajo urnas de plomo, esperando que los humanos, de algún futuro lejano, puedan volver a tocar sin trajes especiales (y casi espaciales) el testimonio a mano de una de las mujeres más brillantes de la historia.