Una de las cuestiones más olvidadas de algunos que dicen practicar la disciplina económica en el país es que su surgimiento, como conjunto de conocimientos organizados en torno a ciertas temáticas definidas, se dio en el contexto de la consagración del Estado-nación como ordenamiento político predilecto por la humanidad para gobernar territorios, poblaciones y formas de hacer comercio.

El recordatorio no es trivial. Fue precisamente el triunfo del Estado-nación que permitió el desarrollo de nuevas tecnologías políticas y la definición de nuevas escalas sociales y geográficas que dieron paso a los procesos de industrialización que se siguen estudiando con fascinación. De la misma forma, la definición y defensa de territorios fue una condición sine qua non en los procesos de acumulación capitalista, por ejemplo, o en el establecimiento y protección de rutas comerciales a lo largo del planeta, que progresivamente permitieron una sofisticación y expansión de los productos y servicios que estaban disponibles para la humanidad.

En el capítulo segundo y libro quinto del libro fundacional, existe otra innovación conceptual y que confirma, a mi parecer, un quiebre con la concepción feudalista de la cosa pública, y tiene que ver con la definición de activos del Estado y la importancia que estos poseen en generar ingresos soberanos. El capital y la tierra no solo son factores de producción para la subsistencia de los individuos, sino también fuente de financiamiento de bienes públicos necesarios para hacer despegar esos las mejoras de productividad asociadas con la industrialización de la producción y la consecuente mejora de las condiciones de vida de las personas. El capital y la tierra pueden generar flujos de efectivo para el soberano: son activos soberanos.

Tal vez esta sea otro prisma a través del cual se puede constatar la prevalencia de los rezagos feudalistas en la gobermentalidad económica de Guatemala: la total omisión de la existencia y consideración estratégica de los activos soberanos. El historial que tiene el Estado de Guatemala en la consideración y negociación de sus activos es pobre. La administración de los activos de Guatemala refleja generalmente un cortoplacismo de los tomadores de decisiones y la incapacidad de sacrificar victorias políticas de corto plazo por una visión más integral del rol que estos pueden jugar en dichas apuestas.

Apuestas como las que se realizaron en los primeros días de la República de Singapur. Contrario a lo que se cree comúnmente, Singapur da cuenta de cómo la administración de los haberes públicos puede llegar a ejercer una influencia transformativa en la economía de los países. Tras la independencia en 1965, Singapur carecía de capital, infraestructura y oportunidades laborales. En ausencia de recursos naturales en abundancia, el Estado recién independizado comenzó un agresivo programa de industrialización y desarrollo económico. Con este fin, el gobierno adquirió participaciones minoritarias y estableció nuevas empresas en sectores estratégicos como el transporte, la industria, la ingeniería y la logística para fomentar la autosuficiencia y atraer inversiones privadas. El nuevo gobierno también heredó la propiedad de varias empresas establecidas de aviación, telecomunicaciones y defensa de los británicos. Dichas participaciones favorecieron la implantación de empresas internacionales y transferencia de tecnología. Hoy el fondo soberano, junto a su otro homólogo singapurense GIC, impulsan inversiones estratégicas en los sectores de alta tecnología que permiten a la ciudad-Estado permanecer
globalmente competitiva.

Además del rol que juegan en los procesos de industrialización, una mejor administración de los activos del Estado puede generar rentas líquidas considerables para las finanzas públicas. Este es el argumento principal del libro La riqueza pública de las naciones de Dag Detter y Stefan Fölster, publicado en 2015. Una de las implicaciones del argumento del libro es que, si los activos públicos mundiales generaran 1% más de retorno a través de una mejor gestión, esto correspondería al 1% del PIB total cada año. Las estimaciones de los autores también concluyen que al aumentar la tasa de retorno en un 2%, los rendimientos adicionales equivaldrían aproximadamente al gasto mundial en I+D, mientras que un aumento del 3.5% igualaría todo el gasto mundial en infraestructura básica: transporte, energía, agua y comunicaciones.

La reflexión fundamental es que los activos constitutivos del Estado tienen un valor razonable que pertenece a todos y que su existencia siempre tendrá un rol significativo en cualquier proceso verdadero de transformación económica. Y el hecho que las personas que tienen la autoridad legal (y la que va más allá de ella) de definir su destino deberían de apelar a un sentido del deber que les obligue a otorgarles un valor razonable. Es una falta de respeto al país malbaratar sus riquezas.