El calor es extenuante. A mi alrededor solo hay tierra, arena y un par de aves carroñeras que dan vueltas en el aire en busca de animales muertos. El silencio es desolador.
Son las 11 de la mañana de un lunes de diciembre. Estoy en el inmenso desierto de Atacama, en el norte de Chile, a la altura de la ciudad de Iquique, ubicada a 1.800 kilómetros de la capital, Santiago.
A unos pocos metros, puedo divisar una enorme montaña. Nos acercamos poco a poco por un camino improvisado y sin huellas.
La imagen se hace cada vez más nítida. Zapatillas, camisetas, abrigos, vestidos, gorros, trajes de baño e, incluso, guantes de nieve forman este sorprendente macizo.
Son prendas abandonadas inexplicablemente en pleno desierto; ropa usada que fue desechada por Estados Unidos, Europa o Asia y que es enviada a este país sudamericano para su reventa.